A lo largo de la Historia y, sobre todo, en los dos últimos siglos han tenido lugar movimientos liberadores que, partiendo de la condición de oprimidos de un conjunto de individuos con características comunes, han cuestionado la tradición o la norma social que les subyugaba.
Desde hace centurias el ser humano se ha visto en este tipo de situaciones y ha actuado consecuentemente. El papel que desempeñó el famoso Espartaco para la liberación de los esclavos en el Imperio romano y el movimiento obrero de los siglos XIX y XX tienen en común el afán de la conquista de la dignidad por parte de aquellos grupos humanos que carecen de ella o a los que les ha sido arrebatada.
Sin embargo, en el momento en que los elementos del poder subyugador ven en grave peligro su situación privilegiada, estos aceptan la existencia de la desigualdad, pero apelando a los avances conseguidos, niegan la necesidad de continuar luchando.
La razón de este fenómeno es el temor a que estos grupos oprimidos se vean en una posición de completar su conquista por la dignidad y por la igualdad. Esto supondría una derrota para el opresor, bien porque, como en el caso del movimiento obrero, vería su posición peligrar; o porque, como en el caso del movimiento feminista, el pensamiento tradicional se vería suplantado por uno nuevo, y cualquier cambio es temido por los elementos más reaccionarios del poder establecido.
Frente a esto, hace falta demostrar que una causa justa debe ser llevada a cabo hasta el final, diga lo que diga el poder.